sábado, 9 de enero de 2010

La voz de Celia


Las sesiones de grupo

­ Me miden por mis fracasos, así funciona mi trabajo.

Ni bien logré convencer a Gass para que me dejara hacer el experimento con los pacientes, los míos, claro está -aquí debo dar a conocer sobre el egoísmo por no hablar de la envidia entre mis colegas que no se dignaron a prestarme ni uno solo de los suyos-, decía, que ni bien logré el tan buscado “Sí, doctora, hágalo. Pero déjeme en paz por favor”, comencé a planear por escrito las sesiones de lectura grupal. Estaba convencida del poder curativo de la literatura y me disponía a llevar un registro detallado de la experiencia y sus resultados. Pero antes de describir el proyecto y cómo llegué a tales conclusiones, me veo en la obligación de aclarar, a fin de desligarlo de cualquier responsabilidad que pretenda atribuírsele, que más que convencido por mis argumentos, Gass, terminó cediendo por no poder soportar más lo que el llamaba mi asedio, que no era otra cosa que mi perseverancia y constancia en el ejercicio de mi profesión y dedicación a los pacientes, virtudes conocidas entre mis colegas como “el componente obsesivo de la personalidad de Celia”, decía, que nuestro excelso director, más que por convicción, cedió porque le había inflado la bolas como un par de Fiat 600.

Después de detallados planes y sesudas argumentaciones que nadie estaba dispuesto a escuchar, mucho menos a leer, comenzando por mi estimado colega Alejandro Aguirre –el Grande-, pasando por Gass –el Excelso-, los demás miembros del plantel de médicos –los Elegidos-, las asistentes sociales –esas hábiles caminadoras-, y finalmente, después de perseguir por los pasillos a las enfermeras sin ningún resultado, no tuve más remedio que acudir a Claudia, la cocinera, quien cerró la puerta de la cocina que da al gran jardín trasero del edificio, que ella había sembrado con cuanto yuyito para el mate se puedan imaginar, hectáreas de perejil con el que hacía sus famosas tortillas y el orgullo del hospital: la planta de tomates perita; decía, que después de cerrar la puerta Claudia se sentó, sacó un atado de cigarrillos del bolsillo del delantal, encendió uno, largó un chorro gordo de humo, agarró el manuscrito con sus manazas de las que me llegaba un delicioso olorcito a ajo, y después de tomarse quince minutos en la más absoluta de las rigideces, rota solo por el voltear de las páginas, me miró y me dijo “Me gusta la idea. Va a funcionar”. Después se apoyó con sus dedazos sobre la mesa, se levantó con dificultad y meneando su enormísimo trasero me dio la espalda. La vi blandir la cuchilla de mango blanco –su preferida- y salí de la cocina justo en el momento en que comenzaba a sonar el repiqueteo de la hoja de acero sobre la tabla de picar. Tortilla de perejil, pensé, y me alejé por el pasillo deseando que llegara pronto la hora del almuerzo.

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