sábado, 16 de enero de 2010

La voz de Celia II

Las sesionos de grupo (continuación)

Unos seis meses atrás, haciendo una excepción peculiar, dado mi escepticismo respecto de la utilidad práctica de tales acontecimientos, a los que muchos de mis colegas asisten con excesiva puntualidad cada año, decidí participar de una serie de conferencias. Me impulsó a hacerlo el slogan esgrimido por el conferenciante: “los libros pueden salvar vidas”. Así que solicité a Gass una licencia para asistir al congreso que como no podía ser de otra manera se desarrollaría en Buenos Aires, que como todo el mundo sabe es el lugar donde están las oficinas de Dios. No tengo que decir que a Gass se le iluminaron los ojos cuando escuchó mi solicitud.

—Qué milagro, doctora, usted interesada por un congreso.

—Le aclaro que mi opinión sobre tales ferias sigue siendo la misma, solo estoy haciendo una excepción que no hace más que confirmar mis convicciones. Los congresos son para comer sin culpa, beber sin moderación y, si se encuentra con quien, tirar la chancleta.

—Todos conocemos su pensamiento al respecto, Celia —Gass detuvo mi discurso, lo conocía de memoria. Había elevado las manos a la altura del pecho con las palmas hacia delante como para detener un objeto que veía que se le venía encima—. Como sea, me alegra ¿Y puede saberse el motivo que la lleva a hacer esta excepción?

—Una corazonada. Una intuición. El sexto sentido. Póngale el nombre que quiera.

—Bien. Vaya. Pero, por favor doctora...

—No se preocupe prometo escuchar sin interrumpir, no hablar con extraños y lavarme las manos antes de comer —Celia caminaba hacia la puerta; volvió la cara —y no decir que trabajo en “su” hospital.

Gass podía ser soberbio, ortodoxo, burócrata, y hasta narcisista, pero no era ningún tonto. Seguramente sospechaba que mi interés tenía que ver con aquella experiencia que hice años atrás con la poetisa; y precisamente porque no era tonto, sabía también, que tenía que dejarme hacer sin preguntar demasiado.

La cámara del tesoro no era un lugar en que se admitiera a cualquier hijo de vecino, mucho menos, si el tal hijo estaba loco. En nuestro hospital y hasta donde yo sabía, en todos los de su especie, se alentaban las tareas manuales, físicas, musicales, incluso las culinarias, pero nunca vi a nadie alentar a un loco a la lectura. Quizás tuvieran de esto la culpa Cervantes, Flaubert, o ambos escritores, pero lo dudo, en parte porque entre mis colegas pocos conocen a Gustave Flaubert, y por otro lado, porque existe la firme convicción de que la literatura es un paraíso al que solo puede acceder un selecto grupo de lúcidos seres que flotan a veinte centímetros del piso entre nosotros, pobres pisatierra.

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